Llegué a otra avenida y me doy cuenta de la gente en la calle. Ánimos festivos, gente revuelta, con ganas de liberarse, de celebrar (no sé qué), de huir de sus pobres vidas. Tómese unas vacaciones, un traguito, seguro olvidará su mierdosa labor como engranaje dentro de una sociedad a la cual usted no le importa. Sin embargo, sólo son cada vez más esclavos de sí mismos, de la costumbre y de la comodidad. Así, convertidos en hordas de inconsciencia colectiva, deambulaban por las calles de manera tristemente ridícula. Los odio. Odio a todos. Todos ódienme.
Seguí mi no-pensada ruta. Ya me había cansado. Pero mi cabeza no.
El río. Eso. Recordé los paseos por la costanera con la Feña, cuando parábamos en una playa de rocas y piedras, en la cual nos gustaba quedarnos a escuchar cómo las olas al recogerse movían las piedras y nos parecía lo más relajante del mundo. Ella decía- A los loquitos les hacen escuchar el agua.- No sé si es verdad, pero yo me sentía como una loca. Así que fuí.
Mierda. Eso ví en ese río. Ví cómo corría la mierda de toda la gente de mierda de esta mierda de ciudad. Junto con toda la mierda en mi cabeza, ya me sentía asqueada.
Ya basta! Todos estos hijos de puta tienen razón! Quieres pasarla bien? Tomate alguna cosita. Quieres olvidar algo? Adivina. Tómate algo. Quieres que tu cabeza se apague? Tómate dos! Tres y cuatro!
Rendida llego a mi casa. No sé que hora es. Cuánto tiempo pasó desde que salí? Veo la hora... Una hora?!